08 abril 2006

CIUDAD

*Publicado originariamente en Foro de Petardas. Segundo Premiado en el Cocurso de Relatos Eróticos. También publicado en Cosmopolita Cáustico
Glauka: A ti ya te lo he dicho casi todo por otros medios, ya sabes lo que pienso e insisto en que te quedes el relato, que es tuyo y que no vale lágrimas, ni una, creo yo. Gracias de corazón, ya sabes...
La ciudad estaba allí. Esa ciudad que te observa, que te elige a ti. Porque es evidente que no eres tú quien elige a la ciudad. Ella sabe muy bien que hacer para echarte si lo considera necesario. La ciudad que te eligió es la que recorre la noche buscando enamorados para hacer sangrar los besos en sus labios. La que busca personas y las hace soñar con sexo y serpientes, con dolor y dragones o con cualquier otro animal, siempre tótem. Porque eligió a más gente. No eres el único al que la ciudad siente y consiente. En cierto modo, la ciudad te necesita, la alimentas. Asimismo te desecha cuando ha terminado contigo. Mientras existes, la haces crecer muy por encima de lo que indican las cifras de natalidad. Esa es la razón de que algunas ciudades crezcan a lo alto (las que se nutren buscando la calidad, siempre monetaria, siempre relativa) y otras se desparramen en una obesidad mórbida, engullendo otras ciudades finalmente (siempre las que hacen del sustento un banquete de comida rápida, indigerible). Así es la ciudad que miras y a veces ves cuando te asomas a la ventana. La ciudad que en otoño contagia su hepatitis a las hojas de los árboles. La ciudad que todo lo sabe, que todo lo cuida y lo descuida. La que te conoce mejor que tú a ella.
Mat también estaba allí. Desde el principio. Era él quien miraba la ciudad a través del cristal de la ventana. Desde su apartamento alquilado más pequeño que céntrico, el otoño le fascinaba. Los gestos de la gente caminando por la calle, divididos en dos grupos: los que llevan más abrigo del necesario y los que no confiaron en el cambio de fecha. Los coches, los aparcados y los móviles, recorriendo las arterias repletas de sangre negra de asfalto. Las mortecinas plantas que alguien dijo que adornarían, alguien con buenos contactos tanto en el ayuntamiento como en los viveros cercanos, dan un aire de tristeza gris a todo el entorno. Tan gris y tan triste como la decoración de los cincuenta metros cuadrados que tiene el “precioso-estudio-muy-luminoso-ideal-para-estudiantes” que rezaba aquel anuncio, y que es más funcional por necesidad que porque realmente se haya buscado así. Ningún cuadro, casi ningún adorno y estanterías baratas repletas de un batiburrillo confuso de libros. Tan confuso como su dueño.
Mat es delgado. Moreno y delgado. Pelo largo, ojos despiertos y nariz levemente aguileña, lo que unido a su aparente debilidad física, le da un cierto aire rapaz. Suéter negro casi a diario, vaqueros desgastados y un aire cómo de ser más sensible de lo necesario. Para la gente que no lo conoce mucho, no deja de parecer el típico tipo “intenso”, reconcentrado. Sus amigos, escasos, como debe ser siempre el número de amigos, saben de su timidez y le perdonan los excesos de “vida interior”. Pasa demasiado tiempo solo, mirando por la ventana o leyendo poesía. O eso piensan aunque pocos tengan el coraje necesario para decírselo. No es que Mat sea agresivo. Pero es dueño de una mirada que atraviesa cuando él quiere que así sea. Una mirada helada muchas veces, ardiente otras, expresiva (demasiado) siempre. Una mirada que muchos prefieren evitar. Desprecio por lo ajeno, en todos los sentidos parece decir a veces. Otras pasiones de muy diversa índole la encienden en distintas ocasiones. Siempre es certera su mirada. Traspasa, hiere, ama. U odia. Pero siempre de frente. Eso es lo que sus amigos admiran y además quieren evitar. A nadie le gusta sentir ese desprecio frío y de leve superioridad.
Anochece. Poco a poco, en un desorden colorista, las nubes se van tiñendo hasta desaparecer de la vista. Las farolas, encendidas mucho antes de ser imprescindibles, ocultan las estrellas que las nubes, escasas aún, dejarían brillar. Sin pedir permiso. Mat observa. Ve personas paseando por debajo de su ventana. El tiempo no acompaña pero eso no parece importar a la gente que anda, arrebujados en sus abrigos, anónimos, apretando el paso. Personas sin nombre y casi sin rostro. Nada más que piernas que se mueven en una y otra dirección. Mat desconoce todo de ellos, sólo el rumbo es conocido. Supone que algunos regresarán a casa tanto como otros se alejarán de ella. Otro día más. De la cama al trabajo y del trabajo a la cama. Con las mínimas pausas imprescindibles en medio para comer y otras necesidades más o menos fisiológicas. Y para más inri, tomándoselas como tales. Comer, beber, fornicar, forman ya parte de muchas rutinas. El placer desaparece cuando se convierte en costumbre. Otro sorbo de té amargo desciende por su garganta. A Mat no le gusta el azúcar. En realidad casi nada le gusta ya. Sólo el té solo. Su áspero sabor, aunque le recuerda muchas otras asperezas, le ayuda a tranquilizarse e incluso a pensar, aunque a veces no sea lo más acertado. En el fondo es una especie de adicción. Y mientras toma té, fuma. Siempre fuma en cualquier caso.
Y sigue mirando, de pie, solo. El Letras debe estar al caer. Dijo que llegaría sobre las siete. Y son las ocho y media. Claro que si el Letras fuera puntual a lo mejor le llamaban el suizo o el relojes o algún otro apodo estúpido de ese estilo. Pero no. El Letras le llaman. Por su afición desmedida por la pedantería, por usar siempre el “palabro” supuestamente cultísimo y decididamente innecesario. Por arcaico y por fuera de lugar. El caso es que los motes dejan de tener importancia en ese punto intermedio entre el momento en que te sientes lo bastante adulto para soportarlos y aquel en que su uso se ha extendido bastante como para que sea mayoría la gente que no conoce tu verdadero nombre. Al fin y al cabo, también Mat es una suerte de mote aunque incluso su dueño haya olvidado el motivo que lo propició.
- Llegas tarde, Letras.
- Siempre, ya sabes, el autobús...
- Bueno, ¿trajiste el libro?
- Claro. Aquí lo tienes. Es un espléndido volumen...
- Es una espléndida mierda, Letras, es solamente un puto libro de bolsillo, no un incunable. Si fuera un “espléndido volumen” ni tú me lo habrías traído ni yo hubiera podido pagarlo en este momento.
Mat coleccionaba ediciones de Les Fleurs du Mal de Baudelaire, e iba reuniendo libros en diferentes idiomas, ediciones bilingües y todo lo que tuviera que ver con la obra del francés. Era una manía, transformada seguramente en vicio, como otra cualquiera, que a Mat proporcionaba un placer secreto salvo para sus íntimos y que en los últimos tiempos había constituido un cierto refugio, además de amenazar con terminar sepultándole entre torres de páginas. Como todas las colecciones, más cuanto más absurdas, esas montañas crecientes terminan debiéndose en mayor medida al mero afán de posesión que a un disfrute real de cada una de sus porciones. Se colecciona más por compulsión que por el valor individual de lo reunido. Al fin y al cabo dos ejemplares de bolsillo de un mismo libro no difieren tanto como para justificar una inversión más que dudosa.
- ¿Quieres un té?
- No me apetece mucho, la verdad. ¿Tienes el dinero? Sabes que no ando sobrado en el asunto pecuniario...
- Cógelo. En la mesilla.
- De acuerdo, gracias. ¡Qué desorden!. ¿Tuviste compañía anoche?
- No. Simplemente soy demasiado perezoso cómo para hacer la cama más de lo estrictamente imprescindible. Probablemente si hubiera tenido compañía, la casa o al menos la cama estarían más recogidas. Además, desde lo de Ira, no me quedan muchas ganas de compartir lecho.
- Tú verás, aunque eso no puede ser sano. Por cierto, el otro día me crucé con ella.
Ira. Hija de una madre adicta a las revistas del corazón, tuvo la mala suerte de ser concebida en el apogeo de la fama de la von Furstenberg y lleva arrastrando nombre de pecado capital desde entonces. Ha terminado por no molestarle aunque de niña era sistemáticamente torturada por ello. Ira, la última y más reciente, con sus ojos caramelo y su pelo eterno, aún desencadena recuerdos dolorosos. Ira, con su sonrisa permanente y sincera, fue dueña de todo. Diosa del mundo. Al menos del mundo personal y francamente solitario de Mat. Ahora si acaso es responsable de pensamientos y odios. Y nostalgias. Nostalgia que al igual que el odio, es más por una ausencia nunca elegida aunque seguramente en cierta forma provocada, que por un sentimiento concreto; y esos siempre son añoranzas y odios poco tangibles, sin consecuencias en el día a día.
- ¿Y cuando dices que la viste?
- Anteayer. Me encontré con ella por la calle, no vayas a creer que iba buscándola. Me saludó, la saludé y ya está.
- ¿Iba sola?
- No. La acompañaban dos sujetos.
Ira siempre fue predicado. Nunca sola, su extraña belleza le granjeaba las compañías más diversas, algunas deseadas y otras no tanto. Lo único realmente bello de Ira eran sus ojos. Profundos, transparentes y tatuados con todos los acontecimientos que habían tenido importancia para ella en su vida. Después de dejarlo, Mat siempre había temido volverla a ver. No tanto porque no lo deseara, en determinados momentos sólo ella ocupaba toda su mente, sino porque tenía miedo de no ver nada propio impreso en el diario que Ira usaba como ojos. Por lo demás, el pelo, liso, largo, muy largo y castaño, la cara más redonda de lo que la belleza estereotipada recomienda, nariz, boca y orejas absolutamente comunes; la figura, delgada pero con cada detalle en su lugar correspondiente, tampoco hacía por sí misma que nadie se girara a su paso. El pecho, joven. No demasiado abundante. Firme claro, eso sí. Las caderas, redondeadas, sin gota de innecesaria grasa. El culo alto, igualmente redondeado, tampoco llama la atención. Sí que lo hace su estilo, su elegancia o como quieran llamarlo. Ira tiene algo que la hace especial, no sólo a los ojos del enamorado de turno, sino para cualquiera que la conozca. No es nada definible, es como un aspecto general, de simpatía y seguridad en sí misma, de ternura o de todo junto, que la individualiza del resto de las mujeres e incluso del resto de los mortales.
Mat recuerda los momentos vividos con Ira. Las largas conversaciones sentados en la cama, después de hacer el amor o antes, fumando cigarrillos interminables hasta que el humo lo impregna todo, hasta que los ojos lloran irritados y eso sirve de excusa para lamer lágrimas en mejillas o igual más abajo. Entonces las conversaciones ya no son ni antes ni después, son en medio. Y eso le recuerda el sexo, por supuesto. El sexo nunca urgente, siempre deseado. Dulce a veces, tímido otras, siempre pasión, siempre ardiente. Mat recuerda los sexos lamidos, chupados, sorbidos, degustados interminablemente, cuando el coito y aún el orgasmo no son lo más importante, cuando la comunión entre dos cuerpos lo significa todo. Recuerda también el resto del sexo, cuando lo oral, en todos los sentidos, es sólo el preámbulo. Recuerda la sensación de penetrar y la de ser absorbido, abducido casi, incorporado a la sangre y a la mente y al sentir del ser que te posee mientras es poseído. Recuerda los orgasmos no necesariamente simultáneos pero siempre compartidos. Recuerda, rememora, revive esos días sin salir de la cama, cuando el sexo y el amor y la pasión son una droga que te hace olvidar todo lo demás. Cuando no existe el comer ni el beber salvo si es del cuerpo, del ser, del ser amado o amada. Recuerda las caricias, cada beso, cada gemido, cada sonrisa robada o regalada. Recuerda cada roce de piel que excita otra piel, que la levanta, que la hace permeable, porosa, anhelante, deseable y deseada. La piel que entre escalofríos placenteros demuestra su sinrazón cuando de amar se trata. La piel que quizá debería poder ser arrancada a besos para poder unir músculo con músculo, sangre con sangre o hueso con hueso en simbiosis perfecta. Mat también recuerda cada sentimiento, cada idea, deletreada o sugerida o incluso adivinada. Cada te quiero pronunciado o transmitido sin palabras. Cada y yo a ti de igual manera. Cada abrazo, también antes o después... o en medio. Cada gota de miel que mana desde la llaga del pubis de Ira, recogida con cuidado, como si fuera un precioso líquido (¿acaso no lo es?) que debe ser cosechado en silencio, en sagrado amor recíproco. Y recuerda sus cuerpos desguarnecidos de tela, en el claroscuro de las velas, con las gotas de luz danzando sobre cada centímetro de piel despojada de artificio. Recuerda como, más desnudos que nunca, se desnudaban mutuamente de su desnudez y se convertían en algo distinto, algo superior. Y la sensación de ser ellos mismos luz, estrellas, soles lejanos. Fundidos y enroscándose sobre el otro ser luminoso. Y sobre todo recuerda el dolor, el dolor de la pérdida. Y llora por dentro, enjugando lágrimas que siente rodar por su garganta rancia de sufrimiento. No quiere que nadie le vea, ni siquiera el Letras
- ¿Sabes quienes eran los que la acompañaban?
- Nunca mis ojos habían reparado en su presencia. Me acordaría, sobre todo de uno de ellos, porque tenía aspecto de no ser trigo limpio.
- ¿A qué te refieres? - No lo sé. Era una sensación. Al saludarme Ira, él también me miró y sentí como frío. No te lo sabría describir mejor. Era como si pensase que nuestro saludo, siendo natural y rutinario, estuviera fuera de lugar.
- ¿Y lo estaba?
- Nada más lejos de la realidad. Sabes que para mí ella siempre será tu otra mitad. Tu Jeanne Duval.
- Te equivocas, Letras Ira fue y se fue.
- Nunca me has contado lo que pasó.
Lo que pasó fue la ciudad, claro. La ciudad no aceptó la relación. Y desde el primer día se empeñó en que no funcionara. Para la ciudad, tanto Mat como Ira eran seres irremplazables mientras estuvieran separados. Sus personalidades tan distintas, sencilla ella y obsesivo él, la alimentaban, mantenían su interés. Siempre y cuando se siguieran relacionando con la ciudad, sin olvidarla nunca. En el momento en que ellos dos se conocieron, la fuerza de su unión les alejaba de ella. Dejaron de prestarle atención. La costumbre de Mat de observar a sus habitantes desde la ventana cerrada fue dejando paso a la necesidad continua de observarla sólo a ella. Estaba fascinado por sus ojos y se propuso descubrir su pasado, su presente y tal vez su futuro, lo que obviamente le hizo alejarse de casi cualquier otra obsesión. El resto dejó de importarle. Pensaba hasta cierto punto que las mujeres eran demasiado simples, demasiado llanas; es decir, como en realidad ellas piensan que son los hombres. Aún con eso y con todo, no estaba de acuerdo con lo que decía Baudelaire, tan genial poeta como machista recalcitrante, de que La mujer tiene hambre y quiere comer. Tiene sed y quiere beber. Está en celo y quiere copular. ?Vaya mérito! La mujer es natural, es decir, abominable. También esto es siempre vulgar, es decir, lo contrario del Dandy. Quizá fuera porque el mismo Mat tenía muy poco de dandy. Ni siquiera con minúscula. Quizá sí el gusto algo refinado o el estilo propio. Pero Mat ni era excesivamente elegante, no tenía actitud decadente ni nada de diletante, y tampoco se distinguía por su buen tono. Con Ira todo eso cambió por un breve lapso. Ira fue mientras duró, no sólo lo más importante de su vida, sino toda su vida. En el tiempo que estuvo con ella sí que se esforzó en esa búsqueda de la belleza, en esa huida de la vulgaridad. Intentó conocer otras artes, aparte de la literatura, y aprendió a disfrutar de ellas. Pero desde luego no fue el dandismo lo que pareció molestar a la gran urbe que les vio enamorarse. Fue el pasar a un segundo plano. El dejar de mirarla, de observarla, de intentar analizar cada detalle. Fueron los celos los que la impulsaron a intentar separarlos por todos los medios a su alcance. Lo consiguió, no sin esfuerzo.
- Nunca me lo has preguntado. Pero vamos, fueron los celos. No los míos ni los suyos. Los celos de esta ciudad malsana.
- ¿La ciudad os tenía celos? ¿Envidia de qué?. Desvarías. Fantasías más cercanas a una desgracia de delirium tremens que a otra cosa. Te has pasado con la absenta.
- Ni bebo absenta ni desvarío, pero déjalo. No quiero seguir hablando de esto. Las razones no tienen demasiada importancia. Se terminó y ya está.
- Vale. No insisto entonces. ¿Vas a salir hoy? - No creo. Me quedaré aquí examinando el libro que me has traído.
- Ya no sales nunca. A nada. Si consiguieras que el tabaco te lo subieran a tu cada día más humilde morada, no te moverías de este cuchitril.
- Todo lo que necesito está aquí. Afuera no me espera nada.
- ¿Y tus amigos? No siempre van a estar arribando a visitarte. Fuera hay gente que te echa de menos.
- Ah, ¿sí?. Permíteme que lo dude. Afuera sólo está la ciudad. Sus calles, su frío en invierno y su calor insoportable en verano. Sus celos, su gente, su paranoia de amante despechada. Créeme. Nada me espera fuera.
- En el exterior también está Ira. Nunca demasiado acullá, ya sabes, ni remotamente.
- No quiero volver a verla. Probablemente si la viera, nada volvería a ser igual y, además, la ciudad no lo consentiría.
- Me parece que estás paranoico. Tienes las meninges reblandecidas con tanto libro, tanto Baudelaire y tanta poesía. ¿A qué aspiras? ¿A ser el rapsoda del infierno?
- ¿Rapsoda? Ahora eres tú el que desbarra.
- Demuéstramelo. Sal esta noche. Comeremos y beberemos, si bien no néctar y ambrosías, e intentaremos conocer a alguna huríe que te quite a Ira de la cabeza.
- De acuerdo. Te lo demostraré aunque no sea hoy el mejor compañero de farra. Dame un momento que me convierta en algo presentable, pero de las huríes vete olvidando. Como mucho conseguirás llevarte a la cama a alguna viuda cincuentona más necesitada aún que tú.
- Mi catre jamás ha tenido queja de ninguna de las bellas cortesanas que a él han acudido.
- Venga, los dos sabemos que la mayoría de las convocadas eran de pago y, sin despreciar tu sentido del gusto o de la belleza femenina, nunca has sido demasiado dado al gasto incontrolado, por no llamarte directamente tacaño, lisa y llanamente, que al final me vas a pegar tu verborrea florida.
- En cuestiones de alcoba no dilapido, no. Bien sabe el Sumo Hacedor que en lo que respecta al fornicio es más importante la calentura que la belleza.
- Ya. Y tú con tal de meterla en caliente...
- Bueno, vamos, apresúrate. La noche nos aguarda.
Mat enfundó las piernas en sus gastados pantalones negros, casi elásticos además de estrechos y se puso el abrigo, largo, también negro, que le acompañaba siempre que la temperatura bajaba. Dudó un momento en hacerse o no con un paraguas, pero terminó descartándolo. Cogió dinero y salió al descansillo donde ya le esperaba el Letras. Bajaron las escaleras y salieron al marasmo de hojas caídas en que se convierten las aceras cuando el viento de principios de noviembre muerde los árboles con sus dientes secos y helados.
Ira también miraba por la ventana. Las vistas de su piso, bastante más grande e infinitamente mejor decorado que el de Mat, estaban mucho más gastadas que las de éste porque eran más bellas en su vulgaridad. Ira dirigía su mirada a un gran parque cercano sin poder evitar el dolor que le producían las imágenes de enamorados cogidos por las manos, la sonrisa fácil, la conversación íntima y la risa natural, aunque desde donde ella estaba no pudiera oírla. Sus relaciones sí parecían estar bendecidas, al menos de momento, por la ciudad. No es que creyera con la misma intensidad en las paranoias de Mat, pero ahora empezaba quizá a comprender que algo de razón si tenía. Aunque en su momento le pareciera el gesto más cobarde de que hasta entonces había tenido noticias en propia carne. Según él, era la ciudad la que les había rechazado. Para ella, era sólo Mat el que lo había hecho. Y el dolor en el sentido desprecio aún pervivía en su interior. Nunca lo habría reconocido, por supuesto.
Se mira en el espejo-alma que es su ventana al mundo. Ve en sus ojos el pasado pero no acierta, ni aún así, a adivinar el futuro. Piensa que no puede ser esto lo que le fue reservado. La soledad es siempre amarga compañera de viaje, pero no está sola. Está consigo siempre. Está con sus otros momentos que, si bien nunca fueron brillantes, la ayudan a superar los peores que vendrán. Experiencia, le llaman. Y una mierda. Se supone que la experiencia endurece la piel. Se supone que, si no evita sufrir, ayuda a sobrellevarlo. Se supone que te acostumbra de alguna manera al dolor, o por lo menos lo hace llevadero. Pero no es la soledad lo que te duele, ¿verdad?. No, no es la ausencia. Es el no saber hasta cuando. Es el dudar si volverás a confiar. Es la seguridad de que a ti nunca te va a pasar de nuevo. Pero en el fondo de tu alma sabes que no será así. Sabes que volverás a caer. Que volverás a tropezar otra vez con esa piedra. Y eso es lo que más duele. Y eso es vivir. Lamentablemente.
Ira también coleccionaba. Su colección, no obstante, era mucho más personal que la de Mat. Ira coleccionaba sentimientos que sabía de sobra cómo eran retransmitidos en su mirada. No había afán compulsivo en su afición, simplemente hacía tiempo que se había propuesto vivir el presente sin volver la vista atrás. Recopilando sensaciones, aprendiendo de ellas pero sin concederse un segundo para la melancolía. Eran pasado y, como tal, volvían siempre, pero los esfuerzos que hacía para que no molestaran sus acciones futuras conseguían engañarla lo suficiente, hasta el punto de creerse inasequible al desaliento. La reacción que la gente tenía cuando conseguía traspasar el velo más íntimo de sus ojos, posiblemente por pudor tendría que haberla hecho cubrir un poco la desnudez absoluta de su alma. Sin embargo, esa exhibición no la avergonzaba. Se sentía demasiado orgullosa de sus experiencias como para eso.
El recuerdo de Mat volvió a su cabeza. Sus manos fuertes, su risa contagiosa y el amor que había podido adivinar en su mirada tantas veces, le produjeron un dolor sordo en el pecho. Ira también recuerda, como no puede ser de otra forma, el sexo con Mat. También recuerda la intimidad absoluta con él, la desnudez compartida, el placer sentido y donado, el amor iluminado por las velas, el olor a cera mezclado con el acre del sexo, el olor de su piel limpia y sin perfumes añadidos. Recuerda las miradas, el sentirse penetrada en el fondo de sus ojos, el notar la búsqueda de él en ese fondo. Recuerda el gusto a limpio, a pasión y ardor, a almizcle en ocasiones. Recuerda el deseo de no perder ese gusto nunca, de querer paladear su sabor siempre, el deseo de no beber y no comer para no confundir sabores. Recuerda el tacto de su pelo rozándole los ojos, su piel en la piel de ella, sentimiento con sentimiento. Recuerda las mutuas donaciones, los regalos de placer sin cortapisas, sin tiempos, sin miradas atrás. Recuerda la primera vez que hicieron el amor, en el pequeño apartamento alquilado de Mat, cuando por primera vez fluyeron todos sus sentimientos y se conjugaron con los de él. Recuerda perfectamente todo, olores, sabores, imágenes. Y recuerda el éxtasis supremo. Recuerda como Mat bebió de ella haciéndola retorcerse de gusto. Recuerda como luego ella le devolvió la caricia bucal, el beso extremo, último. Recuerda cuando se unieron sus sexos, cuando se sintieron uno, cuando, después de muchísimo tiempo, tuvieron que parar extenuados. Recuerda el abrazo en que durmieron y el nuevo sexo al despertar, más reposado, más sabio. Recuerda todo esto porque ella siempre tendía a recordar sólo los buenos momentos, al fin y al cabo los malos tenían la costumbre de regresar ellos solos, sin que nada ni nadie hiciera algo para forzarlos. La ausencia dolía esa noche más de lo habitual. No le guardaba rencor, Mat había actuado noblemente en tanto en cuanto él había hecho lo que ciegamente creía mejor para ambos. ¿Qué más daba si estaba equivocado?. Él lo sentía así, sin más. Esa era una verdad que aunque aún sangraba, Ira no podía obviar. Si al menos pudieran hablarlo... Pero el Letras lo había dejado claro el otro día cuando se encontraron: Mat necesitaba verla aunque no lo hubiera dicho directamente y, por más que ella pensara que no era lo mejor, contra eso Ira no podía hacer nada. Bueno, sabía a donde pretendían ir esta noche los dos amigos. Decidió intentar hacer el papel de encontradiza, a sabiendas de que Mat nunca creería en esa casualidad.
Ira se vistió y bajo a la calle. Estaba empezando a llover y el olor dulzón de la tierra mojada y las hojas caídas en cada vez más franca descomposición, lleno su nariz. Se subió el cuello del abrigo, lamentando no haber cogido un paraguas y echo a andar hacia el antro donde esperaba encontrarse con Mat. No sabía muy bien que era exactamente lo que esperaba de aquel encuentro, pero el Letras había insistido mucho. Tal vez demasiado. Estaba segura de que si Mat hubiera querido realmente verla, la habría llamado. Sin más. Después de cinco minutos de apresurada caminata bajo la lluvia, reconoció la puerta del local. Entró y recorrió la sala con la mirada esperando encontrar aquellos ojos que tan bien conocía. Un poco decepcionada al ver que no habían llegado aún y que cabía la posibilidad de un cambio de planes, se acercó a la barra.
- Una cerveza, por favor.
- ¿Quieres vaso, guapa? – preguntó el camarero con la mueca estudiada del que se cree atractivo y espera que alguien se lo haga saber alguna vez.
- No. Gracias – contestó ella sin sonreír. Bastantes problemas tenía ya en la cabeza como para dar pie al engorde del ego del camarero.
El minúsculo bar de copas estaba todavía medio vacío, cosa rara por la hora y por ser jueves. La luz, casi inexistente, permitía adivinar una diminuta pista de baile al fondo, junto a los baños y una también modesta barra muy cerca de la puerta de entrada. Dos chavales se liaban un porro justo bajo el cartel de prohibido consumir drogas y una pareja retozaba animadamente en los desvencijados sillones tapizados en eskay negro que ocupaban el lado izquierdo de la pista. La música estaba demasiado alta y, aunque no resultaba excesivamente molesta, no contribuía a apaciguar el estado de ánimo de Ira. El ánimo lo tenía ella en un estado parecido al de los sillones: ambos habían conocido tiempos mejores. Justo cuando estaba empezando a pensar en que haber entrado allí era un error, vio a Mat y al Letras que traspasaban la puerta. Ellos también la habían visto a ella, pero por los gestos de Mat, Ira comprendió que estaba echando en cara al Letras su encerrona. Tras una no demasiado larga discusión se acercaron a la barra.
- ¿Qué haces aquí? – preguntó Mat, casi violentamente.
- Beberme una cerveza, ¿tendría que haberte llamado para pedirte permiso? –contestó Ira, molesta.
- Venga ya, lleváis dos meses sin veros y os comportáis como dos pubescentes inmaduros. – el Letras trataba de quitar hierro al asunto, pero la mirada que recibió de sus dos amigos le hizo decidir que mejor seguía callado.
- No, no tienes que pedirme permiso, lo sabes de siempre, pero también sabes que no creo en las casualidades.
- No es casualidad que esté aquí. Tu amigo aquí presente me dijo que querías hablar conmigo. El mencionado amigo, ante la agresiva mirada de Mat, se echó a un lado e hizo señas al camarero para que se acercara y le pusiera otra cerveza.
- Pídeme un tercio a mí. Si voy a tener que hablar con ella, mejor será que no se me quede la boca seca – dijo Mat sin emoción alguna.
- Oye, que si hablar conmigo te supone una obligación, mejor lo dejamos estar.
- No es eso, Ira. Simplemente aún me duele que lo nuestro no funcionara como queríamos.
- Si no funcionó, que no lo hizo, fue solamente por que estás obsesionado con que la ciudad está contra nosotros. O al menos, eso fue lo que me dijiste. Torpe excusa, por otro lado. Podrías haber sido más valiente y haberme dado otra razón. Más estúpida aún si quieres pero que resultara más fácil de creer.
- No fue ninguna excusa. Realmente fue así, aunque parece que yo fui el único que se dio cuenta de cual era la situación. Antes de empezar a vivir juntos, yo me sentía realmente a gusto en esta ciudad. Podía pasear sintiéndome como en casa. Salía fuera de aquí, incluso fuera del país, y al regresar sentía que de alguna manera era aquí, era este lugar al que pertenecía. Mientras estuvimos conviviendo, todavía hoy me sigue pasando aunque en menor grado, no estaba cómodo en ningún sitio. Me sentía un forastero desarraigado en cada sitio al que iba. No sé explicarlo mejor. Simplemente sentía que la ciudad no nos quería juntos. Tuve que elegir y a lo mejor erré en mi decisión. Pero en ese momento consideré que dejarlo era lo mejor. Y todavía hoy lo creo así.
Ira advirtió como el dolor intentaba desbordarse en sus ojos, pero se retuvo a tiempo e intentó disimularlo pidiendo otra cerveza. A pesar de sus esfuerzos, Mat había adivinado lo que sucedía. Por un instante percibió la sombra que empañó los ojos de Ira y la supo interpretar correctamente. Notó que si seguía dándole vueltas al mismo asunto, ella terminaría llorando y eso era algo que su espíritu, caballeresco en el fondo, no podría soportar. Aún sentía demasiado por ella. Y lo que es peor, probablemente tendría unas ganas irrefrenables de abrazarla, lo que no haría sino empeorar las circunstancias. Así que hizo lo que cualquiera hubiera hecho: cambió de tema lo más rápido que supo.
- Bueno. Y ¿cómo te va?
- Bien. Me va bien. No estoy con nadie, si lo preguntas por eso.
- No lo preguntaba por eso – le pareció que estaba demasiado a la defensiva como para irle tan bien como afirmaba-. Tienes derecho, cómo si no, a rehacer tu vida. A conocer otras personas, menos raras. De hecho me alegraría mucho si supiera que eres feliz, aunque no pueda ser conmigo.
- Soy feliz. Razonablemente feliz. Nunca he necesitado estar con nadie para tener mi dosis de felicidad. Tampoco he necesitado nunca tener la sensación de que nadie me apoya y mucho menos esta ciudad de mierda.
Parecía que, finalmente, Ira había encontrado la forma de volver a sacar el tema y que en realidad, a pesar del dolor, necesitaba retomar esa parte de sus vidas. Tal vez para entenderlo o a lo mejor sólo para exorcizar de algún modo la impresión de no haber puesto todo de su parte. Por otro lado, ella sí sabía con quien se iba a tropezar en el bar cuando salió de casa, así que sí había tenido tiempo de decidir a qué iba y qué razón última tenía el encuentro con Mat, de forma que podía guiar mejor la conversación en la dirección que le interesara en cada momento.
- Yo también lo creía así. Fue al darme cuenta de que ya no pertenecía aquí cuando fui consciente de lo que perdía. Yo sí necesito sentirme a gusto en un lugar para poder tener esos momentos de felicidad de los que hablas. Aunque sea a costa de perder algo que para mí fue muy importante. No pienses que para mí no fue difícil tomar esa decisión. Te quería y aún te quiero.
- Pero quieres más a la ciudad.
- No seas absurda. No es cuestión de si quiero o no a la ciudad. Sencillamente necesito sentirme bien en el lugar donde vivo para poder desarrollar tanto afectos como sentimientos más profundos. Es como el dolor de estómago. Es difícil que te apetezca tener sexo con alguien si te duele mucho el estómago y eso no significa que prefieras el regodeo en tu dolor al sexo. Simplemente necesitas estar “en forma” tanto física como mental para poder practicarlo. Pues yo necesito estar en esa forma para poder amar plenamente. Si no es así, siento que no lo puedo dar todo, que no estoy entregándome lo suficiente.
- ?Qué fácil es todo eso! Joder, Mat, si te duele el estómago, tomas algo para el dolor, independientemente de que quieras acostarte con alguien o no. No decides castrarte por no poder follar mientras te duele el estómago.
- ¿Qué te hace pensar que no intenté otras cosas menos radicales antes de dejarte? Lo hice, de todas las maneras que se me ocurrieron, pero no conseguí quitarme de la cabeza esa desazón. Esa sensación de ser de ninguna parte, aunque atenuada, aún me acompaña.
Era cierto. Mat había hecho todo lo que él creía posible. La lástima era que aquello había resultado ser demasiado poco.
- Además estaba el miedo – dijo Mat y dio un largo trago a su cerveza.
- ¿El miedo? ¿qué miedo? ¿miedo a la ciudad, a mí o a qué?
- Miedo a la ciudad. A sus reacciones, a su venganza. Miedo a estar contigo y miedo a dejarte, miedo a hacerte daño, miedo a hacérmelo a mí mismo, miedo a todo eso.
- Es una buena cantidad de miedo, eso es verdad –dijo Ira mientras apuraba su tercio.
- ¿Te parece absurdo? Sé que es irracional, pero es lo que tiene el miedo.
- No deberías tener de eso, ninguno deberíamos.
Ira se acercó más a Mat y le abrazó. En un principio, notó cierto rechazo, pero enseguida, él respondió a su abrazo y se fundieron los dos en uno, de nuevo uno. Como pasa en estos casos, el entorno desapareció y durante el bastante breve lapso que duró la caricia, estuvieron solos en todo el universo y ni siquiera la ciudad podía nada contra aquello. Volvieron los recuerdos, volvieron las sensaciones y Mat comprendió que nunca tendría que haber dejado que aquello se enfriara, que lo que los unía, fuera lo que fuera, estaba por encima de todo lo demás y que eso era lo único que importaba. En ese momento tomó la decisión de volver a intentarlo, de dejar que la ciudad hiciera su vida y ellos la suya.
Ira no lo comprendió, se limitó a sentirlo dentro, como antes, como siempre. Sintió que era lo correcto, que el rencor, si es que alguna vez había habido algo de eso, no podía (no debía) interponerse en su felicidad. La de los dos. También en su interior, mezclado perfectamente con lo que sentía, volvieron a aparecer los recuerdos de los buenos momentos y, poco a poco, los malos se diluían íntegramente, hasta desaparecer por completo. No sabía que le había impulsado a abrazar a Mat tan compulsivamente. Posiblemente al hablarle éste de sus miedos, habían revivido los suyos. Y había actuado como le gustaba que hicieran con ella en esos momentos. No necesitaban palabras, sólo el calor del abrazo sincero, sin doblez, de consuelo inmediato. Nada más. Ese abrazo lo decía todo, lo transmitía todo y lo expresaba todo.
El Letras, que se mantenía atento a los acontecimientos desde un extremo de la barra, pensó que, por esta vez, no saldría del bar con ellos. Tenían demasiado que decirse, demasiado que recuperar y demasiado que decir.
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Mat murió en enero, al caer un trozo de cornisa sobre su cabeza cuando caminaba hacia la casa de Ira. La policía no supo dar más explicaciones ya que la cornisa formaba parte de la fachada de un edificio nuevo y, aunque docenas de arquitectos revisaron el resto de la estructura, no volvió a suceder nada semejante. Su colección de Baudelaire fue subastada y vendida por una miseria: terminó convirtiéndose en papel reciclado que se utilizó para empapelar la ciudad de anuncios absurdos de pisos en venta.
Ira también murió al poco tiempo. No pudo sobrellevar la pérdida, esta vez no. En su caso, no fue un accidente. La encontraron en la bañera con las venas abiertas perfumadas de sangre y un montón de recuerdos tatuados en los ojos.
El Letras abandonó la ciudad tras la muerte de Ira. nadie sabe qué fue de él, ni donde terminó, pero si que se sabe que no volvió nunca.
La ciudad continúo alimentándose, ingiriendo personas y sentimientos, creciendo y engullendo poblaciones cercanas, defecando dolor y vacío. Siempre.
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